Sobre mí

Tras las palabras

Este soy yo, mirando por la ventana a ver si llegaba la fama a buscarme. como me quité las gafas para la foto, no veía nada en realidad. y sí, estaba en pijama.
Mi TRAYECTORIA

tres décadas blandiendo una pluma

Debía de tener diez años cuando escribí mi primera obra larga, cuyo título no reproduciré aquí por vergüenza. La redacté a máquina con una Olivetti bastante moderna que permitía revisar lo escrito en un minúsculo panel digital antes de darle a intro y desatar la tormenta de teclas mecánicas (mi momento favorito). Empezó como un artefacto epistolar dirigido a un público imaginario y terminó por ser una novelette de capítulos casi autoconclusivos. Era, esencialmente, la vida de un estudiante extremadamente gamberro. Vamos, que construía sobre el papel todo lo que no me atrevía a hacer en el colegio, cuya rutina era un foco de inspiración infinito.

Recuerdo que, con quince años, mientras esperaba al autobús, tuve una especie de epifanía: no necesitaba más que mi imaginación para crear mundos, no dependía de nadie para cuajar historias sobre un papel. Había una libertad suprema esperándome, una válvula de escape a ese ímpetu creativo que, en realidad, ya llevaba años alimentando. Así que me puse a escribir. Relatos de terror sobre todo. Y fui aprendiendo sobre la marcha, leyendo mucho, construyendo y borrando, a veces en un ordenador, a veces a mano. Fue una etapa bastante prolífica. Me dio por escribir en una especie de castellano antiguo, un estilo barroquista del que luego tardé años en desprenderme. Escribí relatos y crónicas para revistas de institutos, incluso me presenté a mis primeros concursos, sin éxito, claro. Tal vez ahí me planteé por primera vez en serio que mi vocación era la de ser escritor.

Al término del instituto ya había decidido que lo mío eran las letras. Intenté entrar en periodismo, pero acabé en comunicación audiovisual. Además de relatos, escribí muchos guiones y artículos para mi flamante blog, que inauguré en la época de explosión de las bitácoras personales. Hacia el final de la carrera, tras un primer intento que apenas significó unas páginas, empecé a escribir mi primera novela, Una silla para la soledad. Me lancé a ello a lo loco, sin la más mínima formación literaria, con la arrogancia de los 22 años y, eso sí, mucho entusiasmo y pasión. Me llevó unos tres años rematarla, pero la acabé. Y para ser la primera, no acabó mal. Esta obra vería la luz más de un lustro después.

La entrada al mundo laboral supuso un gran lastre en mi productividad literaria. Acabé cayendo en el turbio mundo de la publicidad, que con el auge de las redes sociales se volvió aún más hostil y estuvo a punto de destruirme. Lo bueno fue que me permitió dar rienda suelta a mis ideas en numerosas conceptualizaciones y tormentas creativas, así como cultivar el dudoso arte del copywriting. En aquellos años, con mucha calma, escribí la que en realidad fue mi primera obra publicada, el libro de relatos Pulsos y tránsitos. Enseguida me puse manos a la obra con la que sería mi segunda novela, y la más larga hasta la fecha, que aún sigue inédita y probablemente nunca vea la luz. Pero me sirvió de excusa, con eso de la inspiración, para irme a vivir a mi ciudad favorita en el mundo: Praga.

Los casi tres años que pasé allí fueron bastante productivos. No conseguí escribir el gran libro que pretendía, pero el intento me permitió adquirir rutina de escritura y disciplina. Fue una época que aproveché para enseñar español a extranjeros, oportunidad que me sirvió para ahondar en la veta filológica del idioma y desarrollar mis capacidades de pureza lingüística. Ahí descubrí otra pasión, paralela y complementaria a la creación literaria: la corrección. Si ya era un maníaco de la ortografía, me volví un auténtico sicario de la RAE.

Concluida la aventura europea, volví a Madrid con el firme propósito de encauzar y potenciar de una vez mi carrera literaria. En un año muy loco en el que me casé, estuve 7 semanas de aventura por Asia, me mudé y monté un negocio, tuve tiempo para escribir mi tercera novela, Descarnado, que vería la luz tres años después. Entretanto hice una breve incursión en la ciencia ficción con una novelette que se me ocurrió un verano, volviendo de la playa, y que completé durante el confinamiento. Con la paternidad recién estrenada vi de nuevo peligrar mi capacidad productiva, aunque la crisis de los 40, que ya asomaba en el horizonte, me hizo apretar los dientes y tomarme muy en serio el siguiente paso. Con mucha dedicación y constancia, en algo más de un año engendré la que de momento es mi última novela, que tarde o temprano debería encontrar su huequito en el mercado editorial porque salió bastante decente. Un poco agotado por el esfuerzo, y puesto que no tenía muy claro qué escribir a continuación, decidí que era buen momento para volver al relato, que tenía algo abandonado. Escribí unos cuantos, que mandé a concursos varios, en algunos de los cuales recolecté frutos inesperados. También asistí a un taller literario que me recordó ese viejo proyecto de impartir mi propio curso de creación narrativa, una idea que el síndrome del impostor venía boicoteándome sin piedad. Leí mucha teoría —en la que sigo inmerso— y escribí más relatos, con los que acabé conformando una segunda recopilación que, de momento, está presentada a certámenes probablemente demasiado ambiciosos. Pero nunca se sabe. Y como uno no puede parar ni un segundo, ya me he embarcado en el siguiente proyecto, una especie de transición entre géneros, pues será de nuevo novela pero conformada por tres historias independientes conectadas.